Cuando se tumbaba en la cama y miraba al techo de su habitación, Pedrito podía perderse entre el sistema celeste que su padre había colgado de la lámpara - Sol.
Los planetas que conformaban La Vía Láctea estaban allí suspendidos, todos dispuestos en torno al central astro rey, situados de la misma manera que en los manuales y libros que él solía ojear con curiosidad durante horas, y que tenía ordenados bajo un estricto orden, según su particular preferencia, en la estantería colocada justo encima de su escritorio.

Pero aquel sitio donde ahora estaba era, sin lugar a dudas, muy diferente.
Cuando permanecía acostado boca arriba con los ojos abiertos, lo único que podía ver eran las rejillas de color gris metalizado del sistema de aire acondicionado.
Pedrito no sabía a ciencia cierta para qué eran, pero se asemejaba a “algo” con la misma forma circular que recordaba haber visto en el molón camarote del capitán Kirk, en su futurística nave Enterprise, que atravesaba sin problemas el inmenso espacio sideral a una velocidad apabullante.
Bueno, además de las rejillas aquellas, también podía ver unos horribles tubos blancos, los que le despertaban todas las mañanas con su cegadora luz cuando la enfermera iba muy temprano a sacarle sangre...

Pedrito había sido una especie de milagro para sus padres.
Después de años de intentar tener hijos y de ir a muchos médicos con la esperanza de que al menos uno, entre todos ellos, les dijera algo diferente a "lo siento, no se esfuercen más, es prácticamente imposible...", el test de embarazo positivo, tras unos días de incomprensible retraso, devolvió repentinamente la alegría a aquella pareja en edad ya madura...

Una decisión un tanto desacertada en la elección del nombre, resultado sin duda de las insufribles presiones familiares y de la irónica coincidencia de apellidos paternos , hizo que la criatura se llamase Pedro Ángel Iglesias de los Santos.
Eso era algo que a los hermanos mayores de sus amigos del colegio les hacía tremenda gracia, aunque él no entendía muy bien por qué.
En su casa le llamaban Pedrito "a secas".
Su madre decía que lo de ángel ya lo llevaba reflejado en la cara y que precisamente su segundo nombre, era el verdadero de todos los niños...

Pedrito, a sus cinco años de edad, era feliz jugando con sus compañeros en el parque, ese pequeño espacio de tierra amarillenta y con columpios de colores al que su madre le llevaba, siempre que no llovía, cuando salía por la tarde de clase.
Se comía la merienda entre risas y juegos, y disfrutaba mucho dando toques al balón, tirándose con cierto miedo por un empinado tobogán, o corriendo serpenteante, mientras intentaba esquivar el manotazo letal del que se la pochaba cuando jugaban al "pilla - pilla".

Un día, Pedrito empezó a encontrarse muy cansado.
No sabía qué le ocurría, si no dormía bien por las noches, o es que aquellas horribles pesadillas, cada vez más frecuentes, no le dejaban descansar lo suficiente. Sólo sabía que llegaba la hora de levantarse y a él le costaba un triunfo salir de su mullida y cómoda cama.

Una de esas noches, su madre fue a darle el largo y tierno abrazo de oso que a Pedrito le encantaba recibir en cuanto se acostaba.
Al tomarle suavemente por el cuello, su mamá descubrió unos pequeños bultos, ocultos justo detrás de su tierna orejita.

-Cariño... pero ¿qué tienes aquí?, a ver...
- No pasa nada, mami, no me molestan...

Al día siguiente a Pedrito le llevaron de visita a la doctora.
La pediatra, después de explorar con detenimiento al niño y de preguntar a su madre unas cuantas cosas, determinó que lo mejor era que le hicieran unos análisis de sangre.

- No te preocupes Pedrito, apenas te dolerá... y así sabremos por qué te cansas tanto últimamente...

Una semana más tarde, volvieron de nuevo para conocer los resultados, pero en ésta ocasión, las cosas pintaban diferentes.
La madre de Pedrito estaba más nerviosa de lo normal, y cuando salió de la consulta, parecía que le habían caído repentinamente muchos años encima. Se la veía pálida y sus manos temblaban como los de una anciana y, aunque no había hecho ningún sobreesfuerzo, era como si hubiera corrido los cien metros lisos, estaba extenuada y necesitaba descansar.
Se sentó un momento para tomar una bocanada de aire.
Con los ojos vidriosos miró a su hijo que estaba de pié junto a ella, le tomó las manos y le dijo con voz entrecortada:

- Cariño… tenemos que llevarte al hospital…
- ¿Por qué, mami? ¿Qué me pasa?.
- No lo sabemos aún, pero tenemos que ir al hospital. Allí nos dirán que te sucede. La doctora dice que estás malito… pero no te preocupes, te pondrás bien en seguida… ya verás...

Entonces se abalanzó hacia Pedrito y lo abrazó con más ímpetu que nunca. Le apretó tan fuerte que el niño casi no podía respirar, pero él no se quejó.
Mudas lágrimas caían por las mejillas de su madre, Pedrito las notó húmedas en su cuello, cerca de aquellos dos insignificantes bultos, en realidad más importantes de lo que él alcanzaba a comprender, aunque el niño presentía con certeza que eran los culpables de tan angustioso momento.
El corazón le latía rápido y un nudo en la garganta hizo que no pudiera decir nada en lo que quedó de mañana, y apenas algo más durante el resto del día.
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